A veces pienso que lo peor de las ciudades somos los que las visitamos. Y entiendo que los autóctonos acaben hasta el moño de esas aglomeraciones de cámaras sustituyendo cabezas, de poses, palos de selfie y ojos más preocupados por cómo sale en las fotos que lo que están viendo.
Conste que yo también peco -más de lo que a mi dignidad le gustaría- del déjame ver cómo salí en esa foto y del abuso de filtros chulos. Pero la crisis de la edad, el paso del tiempo y bla bla bla es una historia que ahora no viene al caso. La cuestión es que hace años que dejé de hacer fotos a lo que se supone que tienes que llevarte de cada ciudad, horrorizada al darme cuenta de que volvía con postales en lugar de con momentos. Y por ahora he de decir que estoy más que satisfecha con el cambio, porque realmente lo que me gusta cuando viajo es la idiosincrasia cotidiana de cada lugar.
Y Londres me ha gustado. Me ha gustado mucho. También lo típico, a pesar de la gente, el calor y el no acabar de pillar de qué dirección venían los coches, con el consecuente pánico a morir atropellada y sola rodeada de turistas. Me ha gustado perderme por las calles de Pimlico y que una señora con su perfecto inglés británico se ofreciera a ayudarme, que un cura me sonriera porque estaba a punto de colarme en los jardines de una iglesia preciosa y gris; y, sobre todo, que tengo ganas de volver porque sólo he visto dos piedras de toda esa ciudad.
Alguna foto más aquí (llegarán más)
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